Bejucal, Mayabeque, Cuba - Crecí escuchando la
optimista frase de que el vecino más cercano es como un hermano. Supongo que
tenga fuertes argumentos históricos la idea, como también tengo amplísimos
ejemplos de todo lo contrario.
Para muchos la
realidad que viven no les reporta ninguna experiencia al respecto. Es como si
se dijeran: “el mundo comienza a partir de la acera de mi casa” y como si
aseguraran: “esta es mi casa, mi vida y de los demás solo sabré cuando los necesite”.
He ahí el dilema:
¿somos o no somos vecinos?, ¿ser vecino es sinónimo de comadrear?, ¿es acaso un
demérito ser respetuoso y exigir que el respeto nos sea devuelto en similar
medida?
La vecindad, esa
providencia que nos toca y a la que nos debemos por fuerza casi divina, no
siempre podemos escogerla. ¿Será entonces que tengamos que asumir a la vecindad
como a la familia? ¿Hay alguna ley que le dé derechos a los ajenos a nuestra
morada a disponer qué hacer en ella sin nuestro consentimiento?
Las relaciones
humanas, en general, son de lo más complicado que pueda suceder en los
Universos conocidos o por conocer. Vecino es casi igual que colega de trabajo o
de estudio, compañero de viaje en transporte público o de las colas para
compras disímiles y hasta del disfrute en la playa o campismo, incluso de
asistencia a servicios médicos.
Y es que en todos
los casos donde se disponga un grupo de personas por x tiempo, habrá leyes
inexorables para la convivencia. Oh! Palabra difícil, cuasi mala palabra.
Algunos psicólogos comparan a la convivencia con la vida de perros y gatos
juntos. Claro que hemos conocido a canes y felinos mejor llevados que a los
propios humanos.
El respeto al
derecho ajeno es la paz. Así dijo el prócer mexicano Benito Juárez. Muy bien
por él y por todos los que toman como suyas tales palabras. Ese es el principio
elemental de la coexistencia. No hay modo de obligar al otro a nada y, además,
hacerlo sentir feliz.
Si me incomodan en
mi propio terreno, si no se comprende que hay horarios para cada actividad y
que no todos trabajamos a igual tiempo, si cada quien escucha la música
favorita a todo volumen, en la competencia perdemos todos, pierde la belleza de
la vida. Esa que bien pudiera tornarse menos agresiva, más solidaria, menos
hipócrita, más realista. Pudiéramos tratar de ser más colaboradores y menos
intrusos.
El paraíso, ese
mundo que todos idealizamos de algún modo no necesita hadas madrinas, reyes
magos, caballeros justicieros y cuentos de princesas encantadas. Necesita de
todos y cada uno de nosotros por igual: del más escandaloso y solariego, del
más apático y hermético, del que lo dice todo, del que lo acapara todo, para
cuando no quede nada, ser quien disponga y del que entrega todo a cambio de
nada, como si en verdad pudiera multiplicar panes y peces.
Los vecinos, ¡ay!
Vecino, ¡cuánto quisiera que el diccionario llegara a calificar como sinónimas
vecino y hermano! ¡Cuán saludable sería que esos hermanos no fueran los
bíblicos Abel y Caín!
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